Por Ernestina Gaitán Cruz

Juan García Ramírez tenía 27 años de edad cuando se enfrentó a la muerte. El toro que iba a sacrificar se soltó y enfurecido lo arrinconó entre los cuerpos inertes de otras reses. El animal lo corneó en la espalda sin darle oportunidad de defenderse.

Han pasado casi cuatro décadas de aquel día en que el animal al que iba a clavar la daga se le rebeló y se fue contra él, “Dios me protegió”, dice. Aún recuerda el hecho que al morir el animal, él sintió, una gota de descarga helada le recorrió del centro de la cabeza hacia la pierna derecha y salió por un dedo del pie.

Su trabajo es matar animales, lo ha hecho durante 43 años y nunca ha sentido ni lástima, tristeza, miedo o irritación como aquella vez, cuando se enfrentó a la fuerza y furia de aquel toro, cuenta en entrevista.

“Era un toro de cuernos muy grandes, yo lo iba a tumbar pero se cortó el mecate y cuando me acerqué a clavarle el cuchillo se me vino encima. Y dije: “hasta aquí nomas”. Me puso el cuerno en la espalda, le aventé una pierna de res y la atravesó con la punta del asta, lo mismo hizo con otro pedazo de carne hasta que ,no sé ni cómo, poco a poco salí y me puse a salvo”.

Hoy puede contar su historia en el oficio que inició cuando tenía dos décadas de vida. Fueron tiempos de trabajo rudo porque no sólo era lidiar con la fuerza de los animales, sino ir primero por ellos al corral que estaba fuera de la ciudad y llevarlos caminando hasta el rastro.

“A veces el toro corría y atrás íbamos con la reata jalando, para que siguiera la trayectoria que uno quería. Llegábamos acalorados a cambiarnos de ropa y prepararnos para matarlo”, relata en las instalaciones del rastro de la colonia Reforma Agraria en la ciudad de Oaxaca.

Empezó a trabajar como tablajero por herencia y necesidad económica, no había otra cosa qué hacer más que seguir la trayectoria de sus padres, Manuel García López y Francisca Ramírez Cruz, quienes así mantuvieron un hogar de nueve descendientes quienes también se dedicaron al mismo oficio.

“Yo iba a la escuela, quería estudiar Medicina, pero tenía que aprender el trabajo, siendo hijo de carnicero y que no aprendiera, pues no. Vi cómo se mataba al puerco, cómo se hacia el chicharrón, era muy laborioso. Así que me incliné por la carne de res. Trabajaba en la madrugada, me gustó tener las tardes libres”.

Al principio le impresionó matar a un animal, relata, la sensación pasó al pensar que era un trabajo y se acostumbró. Quiso ser más rápido que los demás tablajeros, y mejor al tener mucho cuidado al cortar las piezas.

“Cuando empecé se usaba un puñalito chico que se le clavaba en la nuca. El toro caía fulminado y moría rápido, casi igual que con la pistola que usamos ahora. Con el puñal a veces era más difícil porque le podía fallar a uno y el toro se enojaba mucho. Con la pistola es más fácil”.

Se le hace una cortada en el cuello para que se desangre durante cuatro y cinco minutos. En diez minutos ya está muerto. Luego se le quita la piel, antes era con puro cuchillo actualmente se usa la desolladora y la carne sale muy limpia.

Se sacan las vísceras, se lleva a la sierra para hacer el canal en dos, viene el pesaje, el destazado, un poco de reposo para que se enfríe, luego a la cámara de refrigeración, y al día siguiente la carne está lista para trabajarla, es decir cortarla y llevarla a las carnicerías.

No hay ceremonia más que encomendarse a Dios para que todo salga favorablemente, dice, y lo único que se respeta es que el animal muera bien, que acabe de fallecer porque no muere al instante. Hay ocasiones en que el toro siente todavía, mueve sus manos, sus brazos, agoniza, siente las cortadas. Aunque sea animal no está bien cortarlo cuando todavía siente.

Orgulloso de su trabajo, cuenta que le satisface hacerlo con responsabilidad y contento, para que todo salga bien, así se hace un ambiente bonito, disfruta la convivencia y la comida con sus compañeros. Las mujeres aún no se animan a dedicarse a este oficio, “si quisieran, cómo que no, sí podrían hacerlo”.

Cuenta que con 40 centavos que ganaba por limpiar tripas, comía arroz, un taco de garnacha y de orejas en vinagre, “¡a qué rico guisaban antes!”, platica mientas se saborea al recordar los alimentos que degustaba en el mercado al que era asiduo cliente.

Comía carne y ahora por las dietas consume poca res y nada de pollo ni de cerdo: “El chicharrón sí, a ese sí le entro. Me compro mi tramo y me lo como en una tortilla calientita con un pedazo de queso. También tlayudas sin tasajo. No me gusta ya la carne. Pero eso sí, me salgo a un pueblo y veo que hacen tortillas calientitas y digo: Señora deme unas tortillas con poca carne y chile verde. Me acuerdo y digo: ¡Cómo no traigo un pedazo de tasajo!”